¿Por
qué la escuela ha de ser para el niño que ingresa, un mundo nuevo en donde se
siente incómodo y extraño con su yo distinto al de su casa?
La
educación es compenetración de almas.
“Hacer espiritual”, que significa, vida, creación, emoción, ciencia, arte
y moralidad. El maestro y el alumno como unidad espiritual de la cual nace y se
forma la cultura. El proceso educativo no se escinde en instrucción y educación
moral; es un proceso de lenta y segura estructuración de la personalidad,
cumplida del diario y mutuo hacer espiritual, profundo; sincero, creador. El
maestro debe reivindicar para los niños el derecho de la alegría, primer factor
de cualquier educación. Sólo quien admira al niño está en condiciones de
ayudarlo, corregirlo y guiarlo.
El
secreto de enseñar está en la comunicación entre maestra y alumno, y en el
espacio en que ambos se mueven mientras trabajan.
El
maestro no disciplina ni con el gesto
autoritario, ni con la mirada severa, ni con la voz altisonante y agresiva.
El
maestro disciplina comprendiendo y amando. Cuando colocado en un plano de
igualdad con respecto a sus alumnos penetra en sus almas dejando abierta la
propia, la disciplina nace. Es la disciplina interior. La verdadera disciplina.
… Es
necesario tener la virtud de hacernos niños y conquistar su confianza con
nuestra constante y tierna adhesión. Un lenguaje no infantil, una palabra
apenas dura, un tono falso, un gesto de impaciencia, basta para hacer fracasar
nuestro propósito de jugar con ellos.
El
juego constituye la vida del niño. Él es un creador que crea su propia vida
espiritual naciente y no admite ni jueces ni críticos. Y mientras juega, crea
su lenguaje; diré con Radice “creciendo el niño balbuciente, absorbe el
pensamiento de la familia en la comunidad de vida, pero con un sello propio, de
sí mismo. Con cada hijo, nace en cierto modo, una nueva lengua, porque nace un
espíritu nuevo”.
No
hay en el lenguaje del niño, ninguna palabra que no haya pasado por el lento
trabajo de asimilación intuitiva. De ahí que es vano nuestro empeño de
enseñarles prematuramente, apurando la adquisición del lenguaje. Jugando, va
adquiriendo poco a poco la intuición de las cosas; el contacto materno, el
ambiente familiar que va absorbiendo poco a poco, forman en el niño la aptitud
creadora y espontánea del lenguaje.
El
niño entra en la escuela, que es como decir a un mundo nuevo.
Viene
de la naturaleza libre al encierro. De un trabajo que es alegría a otro que lo
tiraniza.
El
primer cuidado de la maestra, es casi siempre apoderarse del espíritu del niño
y deformarlo; poca veces penetra en él para comprenderlo.
La
deformación del lenguaje, se advierte al poco tiempo, cuando el niño empieza a
escribir. Nada que no sea el reflejo fiel de la palabra y el pensamiento del
maestro y nada que sea pura creación del alma infantil.
En
el maestro existe un incontenido deseo de apurar la formación del lenguaje del niño,
vistiéndolo de un falso ropaje exterior, que ahoga su ansia de expresión
espontánea. Pero no es mi propósito hacer críticas. Quiero sí, explicar cómo el
maestro puede conseguir conservar puro el espíritu del niño, cultivando su
lenguaje sin imponerle ninguno.
Ningún
tema debe ser impuesto. La maestra, sabiamente, estimulará el deseo de hablar y
de escribir sobre algo visto, observado, intuido. El niño escribe como habla,
comete errores sin duda y muchos, pero la maestra con prudencia, los corrige,
cuidando de no hacer sentir demasiado su influencia.
El niño dibuja y pinta, escribe,
canta y juega para expresar su alma, y necesita la libre expresión de su alma
para que pueda crecer su ser, y encaminarse hacia el equilibrio y la madurez
del hombre.
El niño no es un ser incompleto ni la
educación tiene por fin completarlo. En el niño hay una plenitud y una unidad,
distintas y hasta opuestas a la del adulto, que la escuela debe respetar y
ayudar a su desenvolvimiento. Hay que
nutrir el alma del niño con substancias que pronto asimila y que tanto impulsan
su vida interior, sobre todo, sueños y fábulas que tienen el poder de animar su
fantasía y su naciente voluntad. (Mantovani)
El
niño al actuar adquiere conocimiento de sí, de sus fuerzas internas, y forma su
personalidad que cada día se manifiesta con perfiles propios, originales,
distinta de la de los demás; pero al mismo tiempo se acentúa en él, la necesidad
de vincularse, de buscar contacto, de formar parte de la sociedad.
Para
llegar al alma del niño, es necesario que el maestro modifique su imperativo
pedagógico; es él, siempre él, quien imprime a la clase artificiosidad, el que
crea ambiente frío, clima doctoral, tan opuesto al natural del niño, emotivo,
cálido, sincero siempre.
Si
la escuela es la casa del niño a él pertenecen las cosas y enseres que la
pueblan. El sentirse dueño de “su” escuela es factor decisivo para educarlo en
el cuidado de todo aquello que, perteneciendo al edificio escolar, le
pertenece.
Si
pensamos que el cuaderno es del niño y no del maestro, admitimos todo lo que es
peculiar de su edad, lo que lo caracteriza y le es propio.
Los
cuadernos uniformados, iguales todos, el mismo tipo de escritura, el dibujo
geométrico hecho con un patrón o con regla, pintado como con calco, con un
determinado signo siempre a la derecha o a la izquierda, según sea la orden,
son como “botones de uniforme”, carecen de identidad y conspiran contra elementales
principios pedagógicos que se apoyan en la expresión espontánea y en la
originalidad infantil.
El
maestro guía a su alumno sin someterlo a pautas determinadas. El orden de
prolijidad, el aseo, se aprenden más que por vía del cuaderno, por el ejercicio
diario de todas las actividades, sin dureza y sin la impecable finalidad de
transformar al niño en lo que dijimos antes, en
“botones de uniforme”.
Olga Cossettini
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