sábado, 10 de octubre de 2020

Carta a una Maestra de Santa Fe de Jesualdo

 

El Litoral, viernes 14 de julio de 1939

Carta a una maestra de Santa Fe: ¿por qué sus niños no expresan su mundo interior?

Por Jesualdo

Entre las tantas cartas que los maestros, aquellos que se estremecen por una ráfaga de profunda inquietud, me envían, destaco ésta, hoy, especial para El Litoral, por provenir de esa tierra de llanos sembrados y largos ríos viajeros.

“…lo que nunca he logrado conseguir en mis niños, ni en éstos ni en los anteriores, es la expresión de su propio interior. Ellos dibujan lo que ven, lo que han visto (el caballito en que vienen a la escuela, la gallinita que cuidan, el nido que un pájaro construye en un árbol vecino, la compañera en las tareas diarias…). Salen al campo y en contacto con la naturaleza escriben y cuentan: del pasto mojado por el rocío, la perdiz silbando en los yuyales, el viento moviendo los maizales, el camino atestado de langostas.

No hay, como en los niños de Jesualdo, esa concentración en sí mismos; esa internación de los sentidos en el espíritu que la hace cantar a la nube, al pájaro, al mar, con música tan distinta. Yo me pregunto: ¿por qué? ¿Es que hay que conducir al niño a eso, cómo? ¿O es que aun este niño no tiene la libertad suficiente de desenvolver su interior?...”

Sabias reflexiones, intensas y adentradas preguntas desvelan este delicado espíritu de una maestra que escribe y cuyas observaciones quisiéramos reproducir en su vastedad, si nuestro interés fuera un curso. Aquí nos conformamos con desenvolver estas preguntas que por sí solas encierran casi un tratado.

Antes que nada, el paisaje que es el primer actor en la vida del niño. El paisaje que él ama, ante cuyo embrujo se extasía, de quien aprende los primeros compases de armonía y sentido creador. Cada niño vive la expresión, la primera que descubre, al contacto de su virtud. Hay en esto una intimidad de uña en la carne. Y un niño campesino ha de sentir y valorar aquello que está en su contacto, antes que otro, porque de él, cada hora, va construyendo su experiencia sensitiva. A veces sucede que el niño del campo, ansía el mar. Yo, buscándolo, partí un día de las tierras norteñas, pequeñito y solo, y ya no me he despegado más de él. Y en toda mi vida, el mar, símbolo o realidad, ha jugado el goce estético más íntimos de mis días. Recuerdo, incluso, que después de publicar mi primer libro poesías, “NAVE DEL ALMA PURA”, un poeta y crítico, decía: “¡Qué gran presencia del mar! El mar en el lecho de tu espíritu, no siente el cambio de lecho…”, cosa que, en verdad, interpretaba exactamente mi ansia de él en esa huida que hice de tierra adentro, mi suplicio.

En estos niños ocurre lo contrario. Costeros, sueñan con la tierra y el buey y la oveja y la espiga; los símbolos que serán su expresión, son esa realidad que no logran. Para el niño hay una realidad inmediata que está en permanente lucha con el destino de su intimidad, que labra su mundo interior, aquel que dice Tagore es necesario conservar a todo trance para sortear con felicidad, el otro. A veces esa realidad, le completa; en otras, le inhibe o le imita. Y si en los niños que fueron de nuestra escuela, hay por sobre los demás, un paisaje de nubes y mar y cielo, es, en primer término,  porque esos eran los elementos de su experiencia y en contacto de los cuales vivían  el sentido de sus transformaciones. Y eso que antes que nada. Lasa y llanamente, el canto al agua que corre, al río que murmura, a la ola que llega, al camino que se aleja, a la tierra florecida que acarician, al pájaro que conocen y exaltan. Pero esto mismo, lo primero. Los elementos que en su desnudes hieren sus sensibles medios cognoscitivos. Y aquel está el principio de las cosas  que hemos de encarar siempre. ¿Acaso se puede pensar que a todos hiera de la misma manera la presencia de un pájaro, o la danza de las espigas en las cañas del trigo, o el aparecer y desaparecer de un camino, loma abajo, cuesta arriba? ¿Es idéntico el placer estéticos de sus juegos, proporciona la misma experiencia a todos, exalta el mismo recuerdo, cava el todas las almas con la misma altura su sentido expresivo? No puede ser, y siéndolo, en tal caso, sería la negación de la creación. Los niños son impresionados de distintas maneras por los elementos que los rodean. A cada uno ofrecen su particularización, ya afectiva, ya simplemente ornamental, ya íntimamente orgánica.  Eso mismo se demuestra en mi libro, con la crítica en las composiciones en que el maestro diseña el motivo, combina los elementos y determina su ejecución. Nada de eso. No hay mejor modelo para cada uno, que su propia experiencia cognoscitiva frente al hecho y la señera canción que de él extraiga con ojos y bocas y manos personales.

Justamente aquí empieza la tragedia e incomprensión del maestro frente al espíritu que se rebela por dar su conocimiento, el que logra extraer con sus medios del espectáculo que vive.Y aquí, aquí mismo, empieza el alto muro de las imposiciones formales. De las disposiciones reglamentarias. De las leyes de la metodología y de la pragmática monárquica del maestro.  El niño opinando, el niño pensando con sus experiencias, el niño exaltando con su boca? ¡Nada, no! Ya se ha dicho suficiente sobre el pájaro, y la nube y el mar y la espiga, ya se ha dicho… Y entonces  aquello: “copien la composición “El pájaro”; lean la lección “El pájaro”; escriban lo dicho sobre el pájaro”. Y el niño ejecuta, pasivo elemento de una actividad en que todo está coordinado para que aprenda el maestro y no el niño. Tanto lo hace, que un día hasta se olvida que habló del pájaro, que soñó o quiso soñar con un pájaro que no existía…

Mi niño ha venido llorando de la escuela. Ha habido “Composición”. Se les ha hablado de “La mariposa”, tema de redacción. Se les ha dicho lo de siempre… “que vuelan con alas muy bellas, que andan entre las flores, que aparecen en primavera, que…”  se les ha dicho todos esos lugares comunes que nada agregan ni como conocimiento, ni como información, ni como belleza. Luego, aun, se les ha colocado en la pizarra algunas palabras “para ayudarlos”, terminología, manida, servil, agotada: “engalana, revolotea, penal…” ¡oh! Y los niños, en su totalidad, realizan su composición de idéntica manera, con igual trivialidad, carentes todos de un solo rasgo que denote que ellos tienen cabeza y palabras y sentidos que vibran frente a la criatura de la naturaleza. Todos, no. Hay uno que también se rebela a su tiempo. Mi niño ha hecho la suya. Y ha dicho cosas muy infantiles, pero muy bellas en su simplicidad angelical… “son pedacitos de cielo caídos sobre los arboles”, por ejemplo. Y en todos los lugares en donde el niño ha hecho su símbolo, su imagen, con alegría creadora, tan propia y natural en todos los niños del mundo, el lápiz rojo e inexorable de la señorita maestra ha hecho su surco sangriento. ¿No es ésta exactamente la imagen de mi propósito?

No es el hecho de que hagan o digan lo “que ven…” Todos hacen y dicen, antes que otra cosa, lo que ven; el caso contrario sería falso, absurdo y anormal.  Pero es que, cuando al niño se le asienta sobre su responsabilidad creadora, se le estimula con fe en su responsabilidad frente al hecho que comenta o vive, se le pone bien firmemente los pies sobre la tierra y luego se le dice: “estírate lo que puedas, que incluso tocarás el cielo con la cabeza; sí, tocarás!”, se produce, no el milagro – como a veces un tanto irónicamente se me ha dado a entender – se produce lo lógico. Los elementos naturales, su primer conocimiento, asentados perfectamente bien en su coordinación mental y espiritual, van adquiriendo una más alta significación. Ya no le interesan como realidades de cuerpo presente, sino como motivos de semejanzas, como  pretextos para dar de su mundo, el ahincado conocimiento, ese que asegura Gilbran “lo tenemos semiadormecido en el alma”.  Y entonces los sentidos se corren para adentro. Ahí él tiene su mundo: sus enanos, o sus hadas, o sus concretas realidades depuradas de tragedia y sufrimientos. Y ahí entran, ahora, nuevos elementos para la danza de su conocer, estos miríados amores que recogieron antes sus ojos, sus cuerpos. Pero para esto es necesaria una aptitud de contacto vivo con las cosas. Una adentrada compenetración de sus oficios, de sus alturas, de sus sentidos en la vida. Sólo así, cuando todo este conocer y entender se hace aptitud en su vida, y se torna, con un amoroso entendimiento y comprensión de sus vidas, vital, sólo así se consigue “la internación de los sentidos en el espíritu” y su fruto, es una expresión concentrada y severa, ya que, por lo demás, no podrá ser de otra manera. ¿Qué función ha de desempeñar el maestro en estas relaciones? Antes que nada, ha de fortificar la razón de ese amor por las cosas en los niños; ha de enseñarles a descubrir el total valor de una espiga, su contenido material, humano y su sentido de alegoría en la canción. Pero tan finamente, que el niño sólo descubre qué relaciones tiene esa florecilla del campo, con la sencillez, o la boca o el pecho humilde. Después exaltará en los niños esa aptitud de vivo contacto. Las cosas que vive el niño deben formar parte de su identidad humana, totalmente, siempre, absolutamente. Las cosas “han de estar”  en el niño como el agua en el mar. Luego ampliará el sentido de la palabra que nos relaciona con esos mundos. Hay una palabra agotada, fácil, trivial, que no agrega nada al conocer y amar y gozar. Si decimos la  “mariposa es bella” en todas las bocas, en todos los días, en todas las tierras, será exactamente eso y nada más que eso: la mariposa es bella. Pero hay otra palabra que tiene límites insospechados para el mejor y más íntimo entendimiento de nuestra expresividad, de nuestro drama expresivo y esa siempre dará un matiz nuevo, una experiencia reciente a nuestro conocer. Cuando hablo de “la mesa” en un sentido general, lo objetivo desplaza todo otro concepto; así, “la mesa de trabajar, de comer”, pero si extiendo ese concepto de lisura, de amplio horizonte, al mar… “la mesa del mar”, enaltezco y profundizo y agrego, además, belleza  a la expresión. Esto todo así, dicho en pocas y ligeras palabras. Y a esto no cuesta nada ir. Porque el niño es esencialmente imaginativo y analogista. Su expresión desde que empieza a hablar es por imágenes. Ud. comprenderá, amiga, que el niño que dijo esas cosas en nuestra escuela, lo hizo después de siete u ocho años  de ejercitación de su expresión. Y sobre todo, lo hizo desde el primer año de clases. Trajo pura, de su casa y de sus relaciones, esa magnífica carga de virtudes expresivas. Y la escuela, ¡vea qué sencillo!, la escuela, se dedicó a conservarle y enriquecerle esa carga, nada más… porque nada mas era necesario hacer. La escuela no mató con composiciones modelos, ni con palabritas “para ayudar”, ni con sucedáneos de malos libros “de lecturas para niños”, no mató su expresión. Y ellos, comparando, cada día se afianzaban más en sí mismos. No se aflija, porque al año, sus niños no hayan conseguido esa concentración espiritual y profundidad de expresión. Enaltezcamos cada día lo que hagan; enseñémosle a comparar, a criticar y a juzgar; reafirmémosles amor en su fe, en cada hora; y, sobre todo, no les mezquinemos esa disciplinadísima libertad interior, mundo de altas responsabilidades que el niño sabe cargarlo con dignidad envidiable, y tengo la seguridad de que esa diferencia que usted ha notado, lo confiesa, de un año a otro, al cabo de algunos años será como de entonces a ahora. Y su expresión será fluida, severa y honda como la de aquellos nuestros niños, ahora, muchos de ellos, excelentes escritores y ya maestros de doctrina, pensamiento y expresión particulares.

 

Jesualdo

El ejemplar del diario EL LITORAL se encuentra en la Hemeroteca del Archivo de la Provincia de Santa Fe

La maestra que le escribe la carta a Jesualdo es Haydée Guy de Vigo.






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