El Litoral, viernes 14
de julio de 1939
Carta a una maestra de
Santa Fe: ¿por qué sus niños no expresan su mundo interior?
Por Jesualdo
Entre las
tantas cartas que los maestros, aquellos que se estremecen por una ráfaga de
profunda inquietud, me envían, destaco ésta, hoy, especial para El Litoral, por
provenir de esa tierra de llanos sembrados y largos ríos viajeros.
“…lo que nunca he logrado conseguir en
mis niños, ni en éstos ni en los anteriores, es la expresión de su propio
interior. Ellos dibujan lo que ven, lo que han visto (el caballito en que
vienen a la escuela, la gallinita que cuidan, el nido que un pájaro construye
en un árbol vecino, la compañera en las tareas diarias…). Salen al campo y en
contacto con la naturaleza escriben y cuentan: del pasto mojado por el rocío,
la perdiz silbando en los yuyales, el viento moviendo los maizales, el camino
atestado de langostas.
No hay, como en los niños de Jesualdo,
esa concentración en sí mismos; esa internación de los sentidos en el espíritu
que la hace cantar a la nube, al pájaro, al mar, con música tan distinta. Yo me
pregunto: ¿por qué? ¿Es que hay que conducir al niño a eso, cómo? ¿O es que aun
este niño no tiene la libertad suficiente de desenvolver su interior?...”
Sabias
reflexiones, intensas y adentradas preguntas desvelan este delicado espíritu de
una maestra que escribe y cuyas observaciones quisiéramos reproducir en su
vastedad, si nuestro interés fuera un curso. Aquí nos conformamos con
desenvolver estas preguntas que por sí solas encierran casi un tratado.
Antes que
nada, el paisaje que es el primer actor en la vida del niño. El paisaje que él
ama, ante cuyo embrujo se extasía, de quien aprende los primeros compases de
armonía y sentido creador. Cada niño vive la expresión, la primera que descubre,
al contacto de su virtud. Hay en esto una intimidad de uña en la carne. Y un
niño campesino ha de sentir y valorar aquello que está en su contacto, antes
que otro, porque de él, cada hora, va construyendo su experiencia sensitiva. A
veces sucede que el niño del campo, ansía el mar. Yo, buscándolo, partí un día
de las tierras norteñas, pequeñito y solo, y ya no me he despegado más de él. Y
en toda mi vida, el mar, símbolo o realidad, ha jugado el goce estético más
íntimos de mis días. Recuerdo, incluso, que después de publicar mi primer libro
poesías, “NAVE DEL ALMA PURA”, un
poeta y crítico, decía: “¡Qué gran
presencia del mar! El mar en el lecho de tu espíritu, no siente el cambio de
lecho…”, cosa que, en verdad, interpretaba exactamente mi ansia de él en
esa huida que hice de tierra adentro, mi suplicio.
En estos
niños ocurre lo contrario. Costeros, sueñan con la tierra y el buey y la oveja
y la espiga; los símbolos que serán su expresión, son esa realidad que no
logran. Para el niño hay una realidad inmediata que está en permanente lucha
con el destino de su intimidad, que labra su mundo interior, aquel que dice
Tagore es necesario conservar a todo trance para sortear con felicidad, el
otro. A veces esa realidad, le completa; en otras, le inhibe o le imita. Y si
en los niños que fueron de nuestra escuela, hay por sobre los demás, un paisaje
de nubes y mar y cielo, es, en primer término,
porque esos eran los elementos de su experiencia y en contacto de los
cuales vivían el sentido de sus
transformaciones. Y eso que antes que nada. Lasa y llanamente, el canto al agua
que corre, al río que murmura, a la ola que llega, al camino que se aleja, a la
tierra florecida que acarician, al pájaro que conocen y exaltan. Pero esto
mismo, lo primero. Los elementos que en su desnudes hieren sus sensibles medios
cognoscitivos. Y aquel está el principio de las cosas que hemos de encarar siempre. ¿Acaso se puede
pensar que a todos hiera de la misma manera la presencia de un pájaro, o la
danza de las espigas en las cañas del trigo, o el aparecer y desaparecer de un
camino, loma abajo, cuesta arriba? ¿Es idéntico el placer estéticos de sus
juegos, proporciona la misma experiencia a todos, exalta el mismo recuerdo,
cava el todas las almas con la misma altura su sentido expresivo? No puede ser,
y siéndolo, en tal caso, sería la negación de la creación. Los niños son
impresionados de distintas maneras por los elementos que los rodean. A cada uno
ofrecen su particularización, ya afectiva, ya simplemente ornamental, ya
íntimamente orgánica. Eso mismo se
demuestra en mi libro, con la crítica en las composiciones en que el maestro
diseña el motivo, combina los elementos y determina su ejecución. Nada de eso.
No hay mejor modelo para cada uno, que su propia experiencia cognoscitiva frente
al hecho y la señera canción que de él extraiga con ojos y bocas y manos
personales.
Justamente
aquí empieza la tragedia e incomprensión del maestro frente al espíritu que se
rebela por dar su conocimiento, el que logra extraer con sus medios del espectáculo
que vive.Y aquí, aquí mismo, empieza el alto muro de las imposiciones formales.
De las disposiciones reglamentarias. De las leyes de la metodología y de la
pragmática monárquica del maestro. El
niño opinando, el niño pensando con sus experiencias, el niño exaltando con su
boca? ¡Nada, no! Ya se ha dicho suficiente sobre el pájaro, y la nube y el mar
y la espiga, ya se ha dicho… Y entonces
aquello: “copien la composición
“El pájaro”; lean la lección “El pájaro”; escriban lo dicho sobre el pájaro”. Y
el niño ejecuta, pasivo elemento de una actividad en que todo está coordinado
para que aprenda el maestro y no el niño. Tanto lo hace, que un día hasta se
olvida que habló del pájaro, que soñó o quiso soñar con un pájaro que no
existía…
Mi niño ha
venido llorando de la escuela. Ha habido “Composición”. Se les ha hablado de
“La mariposa”, tema de redacción. Se les ha dicho lo de siempre… “que vuelan con alas muy bellas, que andan
entre las flores, que aparecen en primavera, que…” se les ha dicho todos esos lugares comunes que
nada agregan ni como conocimiento, ni como información, ni como belleza. Luego,
aun, se les ha colocado en la pizarra algunas palabras “para ayudarlos”, terminología, manida, servil, agotada: “engalana, revolotea, penal…” ¡oh! Y los
niños, en su totalidad, realizan su composición de idéntica manera, con igual
trivialidad, carentes todos de un solo rasgo que denote que ellos tienen cabeza
y palabras y sentidos que vibran frente a la criatura de la naturaleza. Todos,
no. Hay uno que también se rebela a su tiempo. Mi niño ha hecho la suya. Y ha
dicho cosas muy infantiles, pero muy bellas en su simplicidad angelical… “son pedacitos de cielo caídos sobre los
arboles”, por ejemplo. Y en todos los lugares en donde el niño ha hecho su
símbolo, su imagen, con alegría creadora, tan propia y natural en todos los
niños del mundo, el lápiz rojo e inexorable de la señorita maestra ha hecho su
surco sangriento. ¿No es ésta exactamente la imagen de mi propósito?
No es el
hecho de que hagan o digan lo “que ven…” Todos hacen y dicen, antes que otra
cosa, lo que ven; el caso contrario sería falso, absurdo y anormal. Pero es que, cuando al niño se le asienta
sobre su responsabilidad creadora, se le estimula con fe en su responsabilidad
frente al hecho que comenta o vive, se le pone bien firmemente los pies sobre
la tierra y luego se le dice: “estírate
lo que puedas, que incluso tocarás el cielo con la cabeza; sí, tocarás!”, se
produce, no el milagro – como a veces un tanto irónicamente se me ha dado a
entender – se produce lo lógico. Los elementos naturales, su primer
conocimiento, asentados perfectamente bien en su coordinación mental y
espiritual, van adquiriendo una más alta significación. Ya no le interesan como
realidades de cuerpo presente, sino como motivos de semejanzas, como pretextos para dar de su mundo, el ahincado
conocimiento, ese que asegura Gilbran “lo
tenemos semiadormecido en el alma”. Y entonces los sentidos se corren para
adentro. Ahí él tiene su mundo: sus enanos, o sus hadas, o sus concretas
realidades depuradas de tragedia y sufrimientos. Y ahí entran, ahora, nuevos
elementos para la danza de su conocer, estos miríados amores que recogieron
antes sus ojos, sus cuerpos. Pero para esto es necesaria una aptitud de
contacto vivo con las cosas. Una adentrada compenetración de sus oficios, de
sus alturas, de sus sentidos en la vida. Sólo así, cuando todo este conocer y
entender se hace aptitud en su vida, y se torna, con un amoroso entendimiento y
comprensión de sus vidas, vital, sólo así se consigue “la internación de los sentidos en el espíritu” y su fruto, es una
expresión concentrada y severa, ya que, por lo demás, no podrá ser de otra
manera. ¿Qué función ha de desempeñar el maestro en estas relaciones? Antes que
nada, ha de fortificar la razón de ese amor por las cosas en los niños; ha de
enseñarles a descubrir el total valor de una espiga, su contenido material, humano
y su sentido de alegoría en la canción. Pero tan finamente, que el niño sólo
descubre qué relaciones tiene esa florecilla del campo, con la sencillez, o la
boca o el pecho humilde. Después exaltará en los niños esa aptitud de vivo
contacto. Las cosas que vive el niño deben formar parte de su identidad humana,
totalmente, siempre, absolutamente. Las cosas “han de estar” en el niño
como el agua en el mar. Luego ampliará el sentido de la palabra que nos
relaciona con esos mundos. Hay una palabra agotada, fácil, trivial, que no
agrega nada al conocer y amar y gozar. Si decimos la “mariposa
es bella” en todas las bocas, en todos los días, en todas las tierras, será
exactamente eso y nada más que eso: la mariposa es bella. Pero hay otra palabra
que tiene límites insospechados para el mejor y más íntimo entendimiento de
nuestra expresividad, de nuestro drama expresivo y esa siempre dará un matiz
nuevo, una experiencia reciente a nuestro conocer. Cuando hablo de “la mesa” en un sentido general, lo
objetivo desplaza todo otro concepto; así, “la
mesa de trabajar, de comer”, pero si extiendo ese concepto de lisura, de
amplio horizonte, al mar… “la mesa del
mar”, enaltezco y profundizo y agrego, además, belleza a la expresión. Esto todo así, dicho en pocas
y ligeras palabras. Y a esto no cuesta nada ir. Porque el niño es esencialmente
imaginativo y analogista. Su expresión desde que empieza a hablar es por
imágenes. Ud. comprenderá, amiga, que el niño que dijo esas cosas en nuestra
escuela, lo hizo después de siete u ocho años
de ejercitación de su expresión. Y sobre todo, lo hizo desde el primer
año de clases. Trajo pura, de su casa y de sus relaciones, esa magnífica carga
de virtudes expresivas. Y la escuela, ¡vea qué sencillo!, la escuela, se dedicó
a conservarle y enriquecerle esa carga, nada más… porque nada mas era necesario
hacer. La escuela no mató con composiciones modelos, ni con palabritas “para
ayudar”, ni con sucedáneos de malos libros “de lecturas para niños”, no mató su
expresión. Y ellos, comparando, cada día se afianzaban más en sí mismos. No se
aflija, porque al año, sus niños no hayan conseguido esa concentración
espiritual y profundidad de expresión. Enaltezcamos cada día lo que hagan;
enseñémosle a comparar, a criticar y a juzgar; reafirmémosles amor en su fe, en
cada hora; y, sobre todo, no les mezquinemos esa disciplinadísima libertad
interior, mundo de altas responsabilidades que el niño sabe cargarlo con
dignidad envidiable, y tengo la seguridad de que esa diferencia que usted ha
notado, lo confiesa, de un año a otro, al cabo de algunos años será como de
entonces a ahora. Y su expresión será fluida, severa y honda como la de
aquellos nuestros niños, ahora, muchos de ellos, excelentes escritores y ya
maestros de doctrina, pensamiento y expresión particulares.
Jesualdo
El ejemplar del diario EL LITORAL se encuentra en la Hemeroteca del
Archivo de la Provincia de Santa Fe
La maestra que le escribe la carta a Jesualdo es Haydée Guy
de Vigo.
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